SANTO DEL DÍA || San Gregorio VII, Papa

Uno de los más grandes pontífices romanos y uno de los hombres más notables de todos los tiempos, nació entre los años 1020 y 1025, en Soana o Ravacum, en Toscana; murió el 25 de mayo de 1085 en Salerno.

Los primeros años de su vida están envueltos en considerable oscuridad. Su nombre, Hildebrando (Hellebrand) — significó para los contemporáneos que le amaron “una brillante llama” y para los que le odiaron, una señal del infierno – parece indicar que su familia tenía conexiones lombardas, aunque más tarde también se relacionó con su ascendencia, fabulosa más bien, de la noble familia Aldobrandini.

No parece que haya razones para dudar de una carta de un abad contemporáneo que le llama vir de plebe indicando su origen humilde. En algunas crónicas se dice que su padre, Bonizo, era carpintero, en otras que campesino, aunque no hay evidencias. No se conoce el nombre de su madre. Llegó a Roma de muy tierna edad para ser educado en el monasterio de Santa maría en el Aventino, del que era abad Lorenzo, su tío materno. El austero espíritu de Cluny dominaba en este claustro romano y no es improbable que el joven Hildebrando respirara aquí los principios de reforma eclesiástica de los que fue el más valiente exponente. Profesó como monje benedictino en Roma (no en Cluny) en una temprana fecha de su vida, aunque no se sepa ni en qué casa ni en qué fecha entró en la orden. Como clérigo con órdenes menores entró al servicio de Juan Graciano, Arcipreste de S. Juan de la Puerta Latina, y al ser Gracián elevado al pontificado como Gregorio VI, fue su capellán. En 1046 siguió a su patrón a través de los Alpes, al exilio, permaneciendo con Gregorio en Colonia hasta la muerte del depuesto pontífice, en 1047, fecha en la que se retiró a Cluny, residiendo allí durante más de un año.

Gregorio comenzó con admirable discernimiento su gran tarea de purificar la Iglesia con una reforma del clero. En su primer sínodo cuaresmal (marzo, 1704), emitió los siguientes decretos:

• Que los clérigos que habían obtenido con dinero cualquier grado, oficio u órdenes sagradas cesen inmediatamente como ministros de la iglesia.

• Que nadie que hubiera comprado una iglesia la retuviera y que a nadie se le permitiera en el futuro comprar o vender derechos eclesiásticos.

• Que todos los culpables de incontinencia dejasen de ejercer su sagrado ministerio.

• Que la gente rechazara el ministerio de los clérigos que no obedeciesen estos mandatos.

Decretos similares habían sido emitidos por papas y concilios anteriores. Clemente II, León IX, Nicolás II y Alejandro II habían renovado las leyes disciplinarias antiguas y hecho esfuerzos para que se cumplieran. Pero encontraron vigorosa resistencia y sólo tuvieron éxitos parciales. Sin embargo la promulgación de las medidas de Gregorio en este momento provocó una violenta tormenta de oposición por toda Italia, Alemania y Francia. Y las razones de esta oposición por parte de una gran cantidad de clérigos inmorales y simoníacos no son difíciles de encontrar. Mucho de lo conseguido por la reforma hasta ahora se había conseguido principalmente por los esfuerzos de Gregorio. T todas la naciones habían conocido la fuerza de su voluntad y el poder de su dominante personalidad. Su carácter, por consiguiente, era suficiente garantía de que su legislación no acabaría en letra muerta.

En Alemania en particular se levantó un sentimiento de intensa indignación por los decretos de Gregorio. El conjunto de los clérigos casados ofrecieron la más firme resistencia y declararon que el canon que imponía el celibato no encontraba aval en la Escritura. En apoyo de su postura apelaban a las palabras del Apóstol Pablo en I Cor.,vii, 2 y 9: “ es mejor casarse que abrasarse”; y I Tim., iii,2: Conviene que el obispo sea irreprensible, varón de una sola mujer” Citaban también la palabras de Cristo en Mat. xix,11: “ No todos los hombres entienden éstas palabras, sino aquellos a quienes les es dado” y recurrían al discurso del obispo egipcio Paphnutius en el Concilio de Nicea. En Nüremberg le dijeron al legado papal que preferían renunciar a su sacerdocio que a sus esposas y que aquel que creía que los hombres no eran suficientemente buenos para presidir las iglesias que buscara ángeles para que lo hicieran. Sigfrido, Arzobispo de Maguncia y Primado de Alemania, trató de contemporizar cuando fue obligado a promulgar los decretos, y dio seis meses a sus clérigos para que lo pensaran. La orden permaneció sin efecto, naturalmente, tras ese período y tampoco pudo conseguir nada en un sínodo celebrado en Erfurt en octubre de 1704.

Altmann, el enérgico obispo de Nassau, casi pierde la vida por publicar esas medidas, pero se adhirió firmemente a las instrucciones del pontífice. La gran mayoría de obispos recibieron las instrucciones con manifiesta indiferencia y algunos desafiaron abiertamente al papa. Otto de Constanza que había tolerado antes el matrimonio de sus clérigos, ahora lo sancionó formalmente. En Francia la excitación no era menor que en Alemania. Un concilio en Paris en 1704 condenó los decretos romanos, porque implicaba que la validez de los sacramentos dependía de la santidad del ministro y los declaró intolerables e irracionales. Juan, Arzobispo de Ruán, fue apedreado y tuvo que salir huyendo para salvar la vida, cuando trataba de hacer cumplir el canon del celibato en un sínodo provincial. Walter, abad de Pontoise, que trató de defender los decretos papales encarcelado y amenazado de muerte. En un concilio en Burgos, España, el legado papal fue insultado y ultrajado en su dignidad. Pero el celo de Gregorio no cedió. Hizo seguimiento de sus decretos enviando legados a todas partes con atribuciones para deponer a los eclesiásticos inmorales y simoníacos. Estaba claro que las causas de la simonía y de la incontinencia entre el clero estaban muy unidas y que la propagación de la última solo podía ser reprimida con la erradicación de la primera. Enrique IV había fallado en hacer efectivas las promesas hechas en su carta penitente al nuevo pontífice. Cuando logró subyugar a Sajones y Turingios, depuso a los obispos sajones y los remplazó por criaturas suyas.

En 1705 un sínodo en Roma excomulgaba a “cualquier persona, aunque fuera emperador o rey, que confiriera una investidura de un oficio eclesiástico”, y Gregorio, reconociendo la futilidad de medidas más suaves, depuso a los prelados simoníacos nombrados por Enrique, anatematizó a varios consejeros imperiales y citó al mismo emperador para que se presentase en Roma en 1706 para responder de su conducta ante un concilio. A esto contestó Enrique reuniendo con sus seguidores una Dieta en Worms en enero de 1706, que defendió a Enrique contra los cargos papales, acusó al pontífice de los más horribles crímenes y lo declaró depuesto. Estas decisiones fueron aprobadas unas pocas semanas después por dos sínodos de los obispos lombardos en Piacenza y Pavía respectivamente y se envió un mensajero con la respuesta que portaba una carta personal de Enrique, muy ofensiva para el papa. Gregorio ya no dudó: reconociendo que la fe cristiana debía ser preservada y la marea de inmoralidad cortada de raíz a toda costa y viendo que no podía evitar el por el cisma del emperador y por la violación de sus promesas solemnes, excomulgó a Enrique y a todos los eclesiásticos que le apoyaban y libró a sus súbditos del juramento de fidelidad de acuerdo con los procedimientos políticos usuales de la época.

La posición de Enrique era ahora precaria. Al principio, sus seguidores le animaron a resistir, pero sus amigos, incluso sus cómplices en el episcopado, comenzaron a abandonarle, mientras los Sajones se rebelaban una vez más exigiendo un nuevo rey. En una reunión de los Señores alemanes, tanto espirituales como temporales, que tuvo lugar en Tibur, en octubre de 1076, se especuló con la elección de un nuevo emperador. Al saber por el legado papal el deseo de Gregorio de que, si era posible, se mantuviese a Enrique en el trono, la asamblea se contentó de momento con hacer saber al emperador que se abstuviese de la administración de los asuntos públicos y que evitase la compañía de los que habían sido excomulgados y declararon su corona retenida como prenda durante un año para que en ese tiempo se reconciliara con el papa.

Se acordó además invitar a Gregorio a un concilio en Ausgburgo en febrero siguiente, al que se citaba a Enrique para que se presentase. Abandonado por los suyos y temiendo por su trono, Enrique huyó en secreto con su mujer, su hijo y un criado para mostrar su sumisión a Gregorio. Cruzó los Alpes en medio de uno de los peores inviernos que se recuerdan. Al llegar a Italia, los italianos se acercaban a él prometiéndole ayuda contra el papa, pero Enrique despreció sus ofrecimientos. Gregorio iba ya de camino a Ausgburgo y temiendo una traición, se retiró al castillo de Canossa.

Sin embargo Roberto Guiscard, duque de Normandía, que había formado alianza con Gregorio, estaba ya marchando sobre la ciudad. Enrique, al saberlo, huyó a Citta Castellana. El pontífice fue liberado pero la gente estaba cansada de los excesos de sus aliados normandos y fue obligado a abandonar Roma. Desilusionado y doliente se retiró a Monte Cassino y después al castillo de Salerno, junto al mar, donde murió al año siguiente. Tres días antes de su muerte levantó todas las censuras de excomunión que había pronunciado, excepto las de los principales culpables, Enrique y Gilberto. Sus últimas palabras fueron: “Amé la justicia y odié la iniquidad, por ello muero en el exilio” Su cuerpo fue enterrado en la iglesia de S. Mateo de Salerno. Fue beatificado por Gregorio XIII en 1584, y canonizado en 1725 por Benedicto XIII.

Sus escritos tratan principalmente de los principios y práctica del gobierno de la iglesia. Se pueden encontrar bajo el título "Gregorii VII registri sive epistolarum libri" en Mansi, "Sacrorum Conciliorum nova et amplissima collectio" (Florence, 1759) y "S. Gregorii VII epistolae et diplomata" por Horoy (Paris, 1877).

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Publica: Coordinación de Prensa y Comunicaciones Canal Cristovisión

Fuente: ACI Prensa

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Posted by editor22